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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 12 de abril de 2011

AGUSTÍN DE FOXÁ Y SU MISIÓN EN BUCAREST / Por JOAQUÍN ALBAICÍN

  Agustín de Foxá, el poeta de Manolete / 1945
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AGUSTÍN DE FOXÁ Y SU MISIÓN EN BUCAREST

JOAQUÍN ALBAICÍN
Altar Mayor, Marzo-Abril 2011

Apenas llegué a Sevilla, acababa de formarse un algo de lío mediático a propósito de la prohibición por no sé qué concejala de Izquierda Unida de un homenaje literario a Agustín de Foxá. La edil, según propias palabras, ni siquiera sabía quién era el celebrado. Y lo peor de todo es que, a lo mejor, hasta no mentía. 

¿Qué quieren que les diga? Sin entrar en la cosa política, siempre me ha parecido de lo más sensata aquella respuesta dada por una aristócrata rusa en el exilio cuando, interpelada por su parecer acerca del experimento soviético, adujo: “No se puede dejar que un país lo gobiernen los criados”… Más o menos lo mismo dijo Gary Cooper, también sobre el comunismo: “Lo siento, no está a mi altura”. Lo de Foxá me inspiró, y fue por esas fechas cuando tomé la decisión de dar por finada mi larga y durante años provechosa pero, para entonces, ya esporádica colaboración con un diario de Madrid, sorprendido por que en sus páginas se mostrara tamaña indignación a cuento de la persecución a Foxá cuando, a partir de cierto momento, desde la redacción de ese mismo rotativo mesetario se había hecho todo lo posible –aunque sólo con relativo éxito, pues quien ríe el último, ríe mejor- por sumirme en el ostracismo literario a mí… y a unos cuantos Foxá más, supongo. Así que dije que hasta más ver.

  Tanto lo de la concejala guevarista como lo de la derecha liberal defendiendo a toro pasado, y por supuesto que a distancia y guardándose mucho de dejarse caer por el homenaje, a don Agustín, al que dicha derecha liberal editó en tiempos de Franco pero nunca más, que se sepa, fue de carcajada. Y es que un país no pueden gobernarlo los criados, pero tampoco es de recibo que los periódicos estén en manos de gente cuya única valía consiste en haber estudiado periodismo (ese aval tan esgrimido en DEC y platós semejantes, y equivalente a haber cursado el antiguo COU, sólo que en cinco años en vez de en uno). Mi enhorabuena, pues, para quienes montaron el homenaje, y eso, mi carcajada, tanto para la inculta confesa que lo boicoteó como para quienes lo aplaudieron hipócritamente desde redacciones donde el espíritu de Foxá está proscrito desde hace largo tiempo. 

  La buena noticia es que, pocos meses después, me llega a casa un libro de aquel conde amigo de la buena mesa (tómese nota de su descripción de las viandas exhibidas en los escaparates en vísperas de Navidad), publicado por Paréntesis y editado –creo- coincidiendo, más o menos, con la trifulca en cuestión: Misión en Bucarest y otros escritos. Siempre me ha gustado Foxá porque, como yo, viene de –o pasa por- Valle Inclán, y, a mí, cuanto viene de -o pasa por- el autor de Luces de bohemia, aparte de despertarme en el pecho lealtades de parentesco, siempre me ha excitado la fibra y me ha arrancado el olé. Me gusta la prosa redonda, vibrante y vigorosa de Foxá, pródiga en destellos, en latigazos, en rumores in crescendo… Y me gusta su mundo maniqueo –el esperpento, o es maniqueo, o no es- de trenes con cena a la carta, aristócratas malcasadas y en celo, masones estereotipados, héroes y villanos de gatillo fácil –tan ayunos de escrúpulos los unos como los otros- y águilas imperiales a las que pacientemente saca brillo un viejo lacayo.

  Aunque allá cada cual con sus medios de transporte, nunca he entendido a los escritores que jamás han ambientado un relato en un tren. Sobre todo cuando en ellos se permitía fumar, los trenes –se viajara en primera o en tercera- siempre han formado parte de la sal de vida. Aquí nos brinda Foxá un relato –El príncipe Pablo- pergeñado en un Orient Express que se transforma en manso tranvía al atravesar Trieste y una novela inconclusa cuyo arranque se debe asumir, sin duda, como nacido a partir de una visión de ese mismo vagón, sólo que desde otro ángulo y cuando aún no se había subido a él el príncipe Pablo. Cuando empecé a leerla, no sabía si Misión en Bucarest sería exactamente una novela inacabada o una novela que te deja con la miel en los labios y anhelante de leer la que será su continuación. Y es que rondaba mi memoria una de las novelas cuya lectura más me ha satisfecho: Interludio romano, de Drieu La Rochelle, que es otra obra sin terminar según su autor, su editor y los críticos, pero a la que no sé exactamente qué falte para ser redonda. Misión de Bucarest, más que inscribirse en esa línea, cuéntase entre las obras de arte de la arqueología narrativa, pues es, ante todo, un magnífico asentamiento de ruinas. Su lectura equivale, en efecto, a algo así como descubrir los muros desplomados de Nínive, Numancia o Pompeya, o los manuscritos medio reducidos a polvo de Nag Hammadi. 
De súbito, sin venir a cuento y no sólo al final sin final de la novela, tal y cual personaje desaparecen, o se quedan petrificados, parados como autómatas a los que hubiérase agotado la cuerda, o, absteniéndose de dar explicaciones a nadie, salen por una puerta para no volver jamás. Como si la lava del Vesubio, en fin, les hubiera caído encima sin avisar, dejándoles con la palabra en la boca. El lector va encontrándose con –y despidiéndose de- los personajes un poco como el arqueólogo iba descubriendo en Pompeya, solidificados, dos cuerpos unidos en un abrazo, otro sentado a la mesa, uno más allá tratando de saltar por la ventana… “¿Se amarían?”, se pregunta el arqueólogo. “¿Adónde iría?”

  Al margen de las particulares circunstancias –no oso decir lastres- de la novela, con independencia, en fin, de su dicho carácter de pétreo magma, huelga decir que, quien haya leído la espléndida Madrid, de Corte a cheka, ya sabe de qué va la cosa: el bastón de don Ramón repartiendo mandobles literarios a derecha e izquierda, aunque siempre más hacia la izquierda. Un artístico y magnífico derroche de maniqueísmo, pues ya hemos dicho que nos hallamos ante un esperpento, y el esperpento ha de ser por fuerza maniqueo si no quiere quedarse en mariconada. Los hombres son muy hombres, las hembras son muy hembras, los cornudos son muy cornudos, los cobardes muy cobardes y, los feos, feos a rabiar. Nada de medianías. Al que se quiera quedar en medio, le atizan más que a violín prestado.

  No lleva mucho rato en marcha el convoy de la novela cuando nos topamos con los previsibles recursos al antisemitismo suministrados por el catón literario de la época, pero en un tono sumamente revelador de la verdad subyacente tanto en la afirmación de Foxá de que los republicanos se pirran por un rey o un marqués como en la mía de que el antisemitismo no deja traslucir sino la envidia del antisemita, es decir, la frustración del antisemita por no haber nacido judío, ya que los pasajes dedicados en la novela a los personajes hebreos los podría haber firmado el mismísimo Isaac Bashevis Singer. Tampoco yo tendría objeción alguna a firmarlos, porque son muy buenos. A la Sara de cuyos encantos cae prendado el fanático profanador de sinagogas de la Guardia de Hierro se la intuye (pues, como la novela está así, en ruinas, la cosa queda en promesa, en amago) una sufrida heroína de la talla de la Rebeca de Ivanhoe. Los de Foxá, no hace falta decirlo, son personajes hipertrofiados, sacados de sus casillas, entallados de buen grado o contra su voluntad en el molde del arquetipo. Los falangistas, los comunistas, los aristócratas, las mujeres enamoradas, los judíos, los curas de aldea… parecen, más que tales, hierofanías o manifestaciones en el más acá de tal o cual de las deidades coléricas del panteón budista tibetano, convocadas por Fu Manchú con un mazazo en el gong y una vaharada de incienso multicromático. La concejala de Izquierda Unida no, claro, pero yo me lo paso en grande con ellos.

  Foxá fue anfitrión de mi abuelo en Lima cuando fue a torear allí. Aparece en la foto tomada a Manolete en Lhardy con los escritores. Se le vio mucho en barrera. No podía faltar en su bagaje un relato taurino. El suyo lo protagoniza un rehiletero apodado El Avellano (Rafael Ortega en la pila de bautismo). Quienes desde niños hemos escuchado viejas historias sabemos que, para alumbrar al Avellano, Foxá se inspiró en la historia verídica de Blanquet, banderillero de confianza de Joselito El Gallo que decía oler a cera en ciertas jornadas de tétrico desenlace: olió a cera en Talavera el día en que murió Joselito, en Madrid cuando Pocapena mató a Granero, y en una tarde en la Maestranza que fue la de su propia muerte… Una historia, en fin, que un día tuve oportunidad de narrar en el Cuarto Milenio de Íker Jiménez y que conoció bastantes años después un inesperado desenlace que, para entonces, ya pasó inadvertido, y que tampoco yo, más de medio siglo después, conté en aquella entrevista porque aún no lo conocía, por no haberlo recogido la tradición oral, pero que es dignísimo colofón de toda esta peripecia y bien podría inspirar otro relato, porque, cuando, años después de fallecer, Blanquet fue exhumado, se constató que su cuerpo permanecía… ¡incorrupto! ¡Chúpate esa, Izquierda Unida!

  Como el cuerpo de Blanquet y la memoria de Joselito, también incorruptas permanecen, pese a los lustros transcurridos, estas piezas breves nacidas de la rítmica lava destilada por un diplomático de entreguerras, autor, quizá, del más acabado Vesubio literario de que tenemos conocimiento.
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[1] JOAQUÍN ALBAICÍN es escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, autor de –entre otras obras- En pos del Sol: los gitanos en la historia, el mito y la leyenda (Obelisco), La serpiente terrenal (Anagrama) y Diario de un paulista (El Europeo).
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