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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 24 de abril de 2011

María Santísima y la Resurrección de Cristo / Juan Pablo II


María Santísima y la Resurrección de Cristo

Juan Pablo II

Audiencia 21 de mayo de 1997

Después de que Jesús es colocado en el Sepulcro, María «es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección». La espera que vive la Madre del Señor el Sábado Santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, Ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.
Los Evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su Madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su Resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.

¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (ver Hch 1,14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su Divino Hijo Resucitado de entre los muertos?

Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús Resucitado se apareció a su Madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (ver Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que Ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la Resurrección, por Voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la Cruz y, por tanto, más firmes en la fe.

En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (ver Jn 20,17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su Madre, pues Ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe.

Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la Cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.

Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su Madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la Resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, Ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia.

Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con Él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo Resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.

La Virgen Santísima, presente en el Calvario durante el Viernes Santo (ver Jn 19,25) y en el Cenáculo en Pentecostés (ver Hch 1,14)fue probablemente Testigo privilegiada también de la Resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo Resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.

En el Tiempo Pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia». «¡Reina del Cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la Resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en «Causa de alegría» para la humanidad entera.

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