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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 23 de marzo de 2012

El fútbol, los toros y la muerte / Por Juan Nuño

-Ignacio Sánchez Mejías llora la muerte de Joselito-

"...jamás el fútbol, por mucho arte que pretenda introducir en el juego, podrá acercarse ni a la sombra del toreo: además de faltarle la innegable belleza del hombre solo ante la bestia, carece del componente esencial y sagrado del toreo: el acto sacrificial contenido en el ritual del peligro que asegura, en cada corrida, la constante presencia de la muerte..."

JUAN NUÑO: 
El fútbol, los toros y la muerte

La escuela de la sospecha.
Nuevos ensayos polémicos,
Caracas: Monte Ávila, 1990

El espectáculo del fútbol es bien diferente al juego: como el ajedrez, como la cocina, como el béisbol, como la etiqueta social, el fútbol responde a reglas. O constitutivas (cuántos jugadores, dónde, cuánto tiempo) u operativas (qué es permitido y cuándo) o circunstanciales (sanciones, prórrogas, resoluciones por penalties), pero todas con una característica: sometidas en definitiva instancia a la absoluta subjetividad del único no jugador, el árbitro. Paradoja del juego: decide quien no juega, decide el voyeur oficial, el espectador privilegiado.

Luego están los otros, los espectadores lejanos y alejados, cada vez más aislados, más enjaulados, sometidos incluso a obligadas cuarentenas. Son la cara lúdica externa, el espectáculo agregado, la participación indirecta, jugadores vicariales, seudodeportistas sublimados. Con el tiempo, cada vez pesa más el espectáculo sobre el juego, el público y sus exigencias sobre el deporte y sus rigores.

Lo que comenzó como una actividad privada, de colegios y clubes, hace mucho que se convirtió en empresa pública. Las multitudes, además de generar ganancias, aportan la nota operática, escandalosa, teatral, a lo que de suyo es un juego relativamente simple y un deporte particularmente exigente. Al contrario del béisbol, juego complejo en grado sumo, pero deporte escasamente atlético: lo pueden practicar obesos y con anteojos. En el fútbol, por el contrario, las exigencias del público, cada vez más masivo, fuerzan a los jugadores al máximo rigor deportivo. Antes, hace medio siglo o aun menos, no era excepcional que lo jugasen hombres de más de treinta años; ahora, impensable: los queman rápidamente. «Mueren» deportivamente al llegar a la treintena, salvo los porteros, no tan exigidos físicamente. El cambio tiene que ver con el fútbol-espectáculo, introducido por la presión de las masas. La estética comienza a privar sobre lo práctico. Cierto que lo que cuenta es el resultado, pero la gente, el que asiste al juego o el que lo ve por televisión, quiere algo más: quiere el agregado artístico de cómo se obtuvo ese resultado. Se aplaude el gol, pero también se celebran las jugadas arriesgadas, vistosas, por acrobacia o inteligencia. A la presión masiva de la asistencia directa (en los grandes estadios, promedio de cien mil espectadores) y al influjo de las pasiones enconadas (matanzas en los estadios, de Lima a Bruselas) se añade la invisible asistencia de quienes lo ven por televisión (centenares de millones). Entonces se ejerce otro tipo de influencia, ya que el jugador, además de saber que lo están viendo prácticamente en todo el mundo, se encuentra pendiente de las grabaciones de su actuación, en las que quedará para siempre constancia de sus aciertos y errores. El fútbol televisado pasa del teatro (lo que sucede una sola vez en la cancha) al cine (lo que se puede ver una y otra vez). Hace tiempo que los jugadores dejaron de ser deportistas únicamente para convertirse en «estrellas», actores favoritos de sus públicos. No es de extrañar que, con la asistencia femenina, algunos hayan recibido sobrenombres halagadores («Il bel Antonio») que nada tienen que ver con su habilidad futbolística o que, incluso, por culpa de una foto indiscreta (Butragueño, en El País), sus admiradoras (y quizá secretos admiradores) exalten otros atributos no específicamente deportivos. El espectáculo pide que se vea el fútbol (y los futbolistas) no únicamente que se aprecien las jugadas o se celebren los resultados.

Lenta, pero indetenible conversión del fútbol en algo así como una suerte de toreo aggiornato. El público taurino quiere a sus ídolos no por lo que hacen (todos, en definitiva, hacen lo mismo), sino por cómo lo hacen. Celebran su porte, su gallardía, su virilidad (no han faltado toreros que han suplementado discretamente a la madre naturaleza para lograr un mejor efecto) y aplauden o jalean las «jugadas» artísticas que sepa hacer ante el ciego enemigo. No es casualidad que desde hace algún tiempo el público de fútbol se comporte como el de los toros. Quizá España no ocupe un lugar destacado en los anales del fútbol mundial, pero ya ha aportado un cierto lenguaje al espectáculo. De allí proviene el «olé» con que las multitudes corean determinadas jugadas de su equipo. Clara raigambre taurina: típico fenómeno de contaminación o transculturación de un espectáculo con otro.

Pero gritar «olé» es querer convertir el deporte en arte, querer hacer del fútbol un toreo sin toro. Atiéndase a que sólo se dice en determinados momentos, no precisamente cuando se busca y logra el objetivo máximo del juego, el gol, sino cuando se exalta el espectáculo, cuando se disfruta del juego por el juego mismo. De esa manera, gracias el multitudinario fútbol, el olé arábigo-andaluz (wa-l-lah, «por Dios»; pariente del wa-sa-a-l-lah, ojalá, «si Dios quiere»), ha penetrado hasta los confines boreales. Asusta ver a multitudes bárbaras, nórdicas, sajonas, germanas, corear el olé en el fútbol, absolutamente ignorantes de que en esa simple y sonora expresión se concentran siglos de un arte y una cultura a los que son por completo ajenos.

Si al menos fuera un espectáculo puro, como lo es el ballet o el toreo. Porque el fútbol, por mucho que aspire a acercarse al arte, está cargado de pasiones nocivas que lo arrastran fuera de la emoción estética y lo llevan cada vez más al torturado terreno de las guerras de religión. Tampoco es inocente que las multitudes ondeen banderas y entonen encendidos himnos de guerra. 
El fútbol-espectáculo deriva peligrosamente hacia una forma de religión popular, en la que los enceguecidos creyentes (no en balde se llaman «fanáticos») están dispuestos a morir y matar (más de una vez lo hacen) por sus colores. Consolarse pensando que es un desaguadero de las viejas obsesiones del hombre es practicar el más miserable de los engaños: más que tranquilizante y exutorio, el fútbol obra como acicate, yesca, aguijón de las fobias religiosas y agresivas que forman parte indisoluble de la humana naturaleza. En su haber, ya tiene una guerra entre naciones (en Centroamérica, precisamente) y por algo John Huston lo eligió como tema y fondo para una película sobre la Segunda Guerra Mundial (El gran escape), representando en la cancha el choque entre dos concepciones del mundo, la nazi y la democrática.

A la entrada de algunas plazas de toros, como la de México, hay estatuas de toreros famosos, para no mencionar el aporte de la poesía: aquel Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejias. No sería de extrañar que, de seguir la tendencia del fútbol, cada vez más espectáculo y menos juego deportivo, más temprano que tarde suceda lo mismo: estatuas en los estadios y surgimiento de algún García Lorca de las patadas al balón.

Bien pensado, no sería muy estético que se diga ver la efigie del enano Maradona o soportar un soneto al Rey Pelé. Pero no hay que desesperar: todo se andará. Sin embargo, jamás el fútbol, por mucho arte que pretenda introducir en el juego, podrá acercarse ni a la sombra del toreo: además de faltarle la innegable belleza del hombre solo ante la bestia, carece del componente esencial y sagrado del toreo: el acto sacrificial contenido en el ritual del peligro que asegura, en cada corrida, la constante presencia de la muerte. Los jugadores de fútbol, por muy hábiles o fuertes que sean, sólo se juegan los millones de sus jugosos contratos. Héroes de nuestro tiempo.
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